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1968: el año incisivo


1968 fue un año que sacudió al mundo hasta sus cimientos. Desde las calles de París hasta los campus de Estados Unidos, una nueva generación se levantó para desafiar los sistemas que habían definido sus vidas durante mucho tiempo. La juventud, desilusionada con el statu quo, encendió un fuego que amenazaba con consumir el viejo orden, dando nacimiento a lo que parecía un mundo nuevo. Pero, como revela a menudo la historia, el fervor de la revolución rara vez cumple las expectativas de quienes la sueñan. El ensayo de Tomislav Sunic, «1968: El año incisivo», explora la desilusión que siguió a las emblemáticas protestas y ofrece una penetrante reflexión sobre cómo los acontecimientos de 1968 reconfiguraron no sólo el mundo, sino los propios ideales que lo alimentaron. Un año de rebelión apasionada se convirtió en un momento de profunda comprensión, un despertar a las complejas realidades de la revolución, la identidad y la transformación ideológica. El siguiente ensayo es un extracto del libro Le mai 68 de la nouvelle droite (El Mayo del 68 de la Nueva Derecha), publicado en 1998.

El año 1968 es un momento profundamente significativo y decisivo de la historia. Fue un año en el que el mundo parecía desgarrarse y los enfrentamientos generacionales que habían estado latentes durante años llegaron a un punto de ebullición. Considerados como un momento de rebelión o de revolución, los acontecimientos de aquel año quedarían grabados en la memoria colectiva del siglo XX. Este periodo fue testigo de un cambio en el panorama cultural y político que afectó a Europa, Estados Unidos y muchas otras partes del mundo. Fue, en esencia, un año de cambios sísmicos.

Para la juventud de la época, especialmente en Occidente, 1968 simbolizó un despertar, un intento de liberarse de las normas impuestas por las generaciones anteriores. Las protestas estudiantiles, las huelgas laborales y las convulsiones sociales dieron lugar a una nueva conciencia política. Las fuerzas que motivaron estos movimientos tenían tanto que ver con el rechazo del statu quo como con la búsqueda de nuevos ideales y visiones del futuro.

Sin embargo, como ocurre con cualquier gran movimiento, el entusiasmo de la juventud chocó con la realidad de las estructuras políticas y las ideologías. Los movimientos de 1968 no fueron todos iguales; se fracturaron, se desilusionaron y acabaron siendo cooptados por las mismas fuerzas que pretendían derrocar. Pero siguen representando un momento en el que el viejo mundo parecía a punto de derrumbarse, sustituido por la promesa de algo nuevo.

Para quienes, como yo, crecieron en Yugoslavia, 1968 fue un año extraño. No participamos directamente en las grandes protestas occidentales, pero vivimos tensiones similares. Mientras las protestas estudiantiles de París y Estados Unidos acaparaban los titulares, nosotros nos enfrentábamos a nuestra propia versión de la rebelión, nacida de la lucha contra las limitaciones ideológicas que nos imponía el régimen comunista. Nuestro descontento no era con el capitalismo, como lo era para los estudiantes de Occidente, sino con la naturaleza dogmática y opresiva del sistema estatal bajo el que vivíamos.

Para comprender el significado de 1968, debemos considerarlo no sólo como un acontecimiento singular, sino como la culminación de fuerzas históricas más amplias. Fue el resultado de una generación que había crecido a la sombra de dos guerras mundiales y había heredado un mundo lleno de contradicciones sin resolver. En este sentido, 1968 no fue un incidente aislado, sino parte de una trayectoria histórica más amplia que comenzó con la Gran Guerra y continuó durante el periodo de entreguerras.

La energía que definió las protestas de 1968 en Occidente fue algo que resonó en la juventud de todo el mundo, incluso en lugares como Yugoslavia, donde sentíamos el impulso de cuestionar el Estado y las rígidas limitaciones ideológicas que nos imponían las autoridades comunistas. Todos formábamos parte de una generación que había sido testigo de la dominación de los regímenes políticos anteriores, pero la diferencia era que, en Occidente, estos movimientos luchaban por la libertad contra los sistemas capitalistas, mientras que en el mundo comunista teníamos otro tipo de frustración. Nos rebelábamos contra un sistema que sentíamos que nos había atrapado en un mundo de conformidad y dogmatismo ideológico.

Para mí, y para muchos de mis compañeros, el ambiente político en Yugoslavia a finales de 1960 era una mezcla peculiar de represión y de una sutil sed de cambio. El partido comunista mantenía su fuerte control del sistema político, pero la división generacional empezaba a hacerse patente. Las generaciones mayores, marcadas por el trauma de la guerra y la revolución, seguían apoyando el statu quo, mientras que nosotros, los jóvenes, anhelábamos nuevas ideas, más libertad y la posibilidad de crear un futuro diferente.

1968 representaba no sólo el espíritu rebelde de la juventud, sino también las contradicciones internas del mundo que habitábamos. Por un lado, existía el deseo de derribar las estructuras existentes que parecían limitar nuestras posibilidades. Por el otro, existía una profunda incertidumbre sobre lo que sustituiría tales estructuras. Las protestas en Occidente, especialmente en Francia, fueron poderosas demostraciones de este deseo de cambio, pero no estuvieron exentas de fallos. A pesar de las apasionadas protestas, muchos de los movimientos acabaron perdiendo su fervor revolucionario original, enredándose en los mismos sistemas que habían intentado desmantelar.

Las protestas de París, por ejemplo, no se limitaban a rechazar la autoridad del gobierno, sino que también simbolizaban un profundo descontento con las normas culturales de la época. En las calles del Barrio Latino, los estudiantes se enfrentaron a la policía, pero lo que también estaba en juego era la forma en que la gente veía su lugar en la sociedad. Los jóvenes rechazaban los valores tradicionales y, al hacerlo, creaban una ruptura con el pasado. Sin embargo, en retrospectiva, muchos de los ideales por los que luchaban parecían superficiales. El movimiento tenía una gran energía y pasión, pero al final carecía de una visión coherente del futuro. Fue una revuelta contra la autoridad, pero sin una alternativa clara que ofrecer.

En Yugoslavia no participamos tan directamente en las protestas, pero sentimos las repercusiones de la agitación. Los jóvenes de nuestro país también buscaban respuestas a las preguntas existenciales que habían atormentado a la generación anterior. Los ideales del marxismo, que habían sido la fuerza rectora del sistema yugoslavo, nos parecían cada vez más irrelevantes. El sistema que había prometido igualdad y justicia había creado, en cambio, una sociedad asfixiada por la burocracia, la ineficacia y el control político. No luchábamos por las libertades individuales del mismo modo que Occidente, pero estábamos igual de desilusionados con el sistema existente.

A medida que avanzaba el año 1968, tanto en Occidente como en Oriente se respiraba un ambiente de expectación y tensión. En Occidente, las revueltas estudiantiles se veían como una clara señal de una generación que se rebelaba contra el mundo de sus padres, una demanda de cambio que resonaba en las calles de París, Berlín y Praga. Mientras tanto, en Europa del Este, especialmente en Yugoslavia, surgía una forma más silenciosa de rebelión. La idea de revolución no era tan evidente, pero el descontento no era menos intenso.

En nuestro país, vivíamos a la sombra de un sistema político que afirmaba estar construyendo el socialismo, pero que se caracterizaba por una creciente desconexión entre las élites gobernantes y la vida cotidiana de la gente. Para muchos jóvenes como yo, el sistema no se correspondía con nuestra realidad. Mientras Occidente buscaba liberarse del capitalismo, nosotros buscábamos liberarnos de la asfixiante garra de la ideología estatal, la burocracia y la omnipresente influencia de un gobierno que controlaba casi todos los aspectos de la vida.

El descontento entre los jóvenes era evidente, pero no iba acompañado del mismo tipo de protesta pública y abierta que en Occidente. En su lugar, nos encontramos cuestionando los fundamentos mismos del sistema. Los discursos políticos, la interminable propaganda sobre las glorias del socialismo y el rígido control de la vida cultural e intelectual eran cosas que no podíamos ignorar. Pero, al mismo tiempo, sabíamos que desafiar abiertamente el sistema podía tener graves consecuencias. En cierto modo, estábamos atrapados entre nuestro deseo de cambio y la amenaza real de castigo que se cernía sobre cualquier acto de rebeldía.

Mientras que los movimientos juveniles de Occidente eran abiertamente desafiantes, el descontento en Yugoslavia y otros países comunistas era a menudo más moderado e intelectual. Se expresaba en conversaciones privadas, en la literatura y en el arte, donde buscábamos nuevas formas de expresar nuestras frustraciones. Para muchos de nosotros, el reto no consistía simplemente en rechazar al gobierno, sino en replantearnos toda la estructura política y su ideología subyacente. Buscábamos algo más profundo que un simple cambio de liderazgo o de política; cuestionábamos la naturaleza misma del sistema que nos gobernaba.

En retrospectiva, 1968 puede considerarse un punto de inflexión. Fue un año en el que la generación joven, sobre todo en Occidente, proclamó audazmente su independencia de los ideales de la generación anterior. Sin embargo, con el paso del tiempo, quedó claro que las promesas de cambio radical eran a menudo vacías. Las revueltas estudiantiles y las protestas contra el establishment fueron intensas, pero no produjeron las transformaciones fundamentales que muchos esperaban. Por el contrario, fueron cooptadas por las mismas fuerzas a las que pretendían desafiar, dando lugar a una situación en la que muchos de los revolucionarios de 1968 acabaron convirtiéndose en parte del nuevo orden político y económico.

En Yugoslavia, las secuelas de 1968 estuvieron marcadas por una desilusión similar. Las batallas ideológicas que se habían librado durante toda la década empezaron a disiparse, y el deseo de un cambio radical fue sustituido por un enfoque más pragmático de la vida. Las viejas ideologías que habían prometido un mundo nuevo empezaban a perder su poder, y muchos jóvenes se encontraron replegados sobre sí mismos, buscando respuestas no en la política, sino en la libertad personal y la autoexploración.

Las protestas de 1968, tanto en Occidente como en el bloque Oriental, fueron, en muchos sentidos, una manifestación de la frustración juvenil ante un mundo que parecía estancado y opresivo. Pero con el paso de los años, se hizo evidente que estos movimientos, a pesar de toda su pasión y energía, carecían de la profundidad filosófica o política necesaria para provocar un cambio duradero. En Occidente, las revueltas estudiantiles fueron rápidamente absorbidas por el mismo sistema que pretendían derrocar y muchos de los líderes del movimiento acabaron encontrando lugares cómodos dentro del orden neoliberal al que antes se habían opuesto. Las promesas de revolución se desvanecieron y en su lugar surgió un sistema más insidioso de lo que habían previsto.

En el Este, especialmente en Yugoslavia, la situación no era diferente. El gobierno comunista, que antaño había prometido una sociedad utópica construida sobre principios marxistas, se veía cada vez más como una fuerza de represión, incapaz o poco dispuesta a abordar los problemas fundamentales que aquejaban al país. Los jóvenes, al igual que sus homólogos occidentales, empezaron a cuestionar la autoridad del Estado y la ideología oficial, pero lo hicieron de forma más sutil e intelectual. Los intelectuales y artistas estaban al frente de este desafío, pero las consecuencias de la rebelión abierta eran mucho más graves en el Este. No teníamos la misma libertad de expresión que en Occidente, y la disidencia solía castigarse con dureza.

Mirando hacia atrás, los acontecimientos de 1968, tanto en el Este como en el Oeste, parecen una anomalía. Fue un breve momento en el que el viejo orden parecía a punto de derrumbarse, pero los sistemas establecidos demostraron ser más resistentes de lo que nadie podía prever. Lo que siguió no fue una revolución, sino una serie de cambios lentos y graduales que, con el tiempo, reconfiguraron el panorama político. En Occidente, los valores de la revolución de 1968 fueron absorbidos por el marco capitalista dominante, mientras que en Oriente los regímenes comunistas se adaptaron a las nuevas realidades, abandonando cada vez más sus ideales revolucionarios originales.

Para quienes alcanzamos la mayoría de edad en 1968, las secuelas del movimiento fueron una lección sobre las limitaciones de la pureza ideológica. Quedó claro que la revolución, como ideal abstracto, no podía lograrse únicamente mediante la protesta. Los sistemas sociales y políticos que pretendíamos cambiar estaban demasiado arraigados, y las fuerzas del capitalismo y el comunismo eran mucho más adaptables de lo que habíamos imaginado. El verdadero reto no consistía en derrocar el sistema, sino en comprender cómo sortear las contradicciones que presentaba.

Los jóvenes de 1968 tenían la gran visión de derrocar el viejo orden y crear un mundo nuevo y más libre. Sin embargo, con el paso de los años, quedó claro que la realidad era mucho más complicada. La revolución que esperábamos no se llevó a cabo como imaginábamos. En su lugar, lo que siguió fue un mundo moldeado por los mismos sistemas de poder que antes habíamos intentado rechazar. Los líderes de los movimientos de 1968 ya no eran los ardientes revolucionarios que pedían un cambio radical; ahora eran figuras del sistema, que defendían las estructuras capitalistas y burocráticas que antes habían condenado.

Para nosotros, en Europa del Este, las secuelas de 1968 fueron especialmente descorazonadoras. Nuestra lucha había sido diferente: no se trataba de una rebelión contra el capitalismo, sino contra la opresión del socialismo de Estado. En Occidente, los jóvenes se habían rebelado contra el sistema capitalista y la opresión de las libertades individuales. En el Este, sin embargo, el problema no era sólo la explotación económica, sino también la pérdida de la libertad personal dentro de un régimen totalitario. No nos hacíamos ilusiones sobre el sistema en el que vivíamos, pero nos quedaban pocas alternativas. Los ideales de revolución que habían sido tan poderosos en nuestra juventud se fueron desvaneciendo poco a poco y nos encontramos ante la dura realidad de un mundo en el que el poder seguía firmemente en manos de las mismas instituciones.

Sin embargo, a pesar de toda la desilusión, había algo valioso en el espíritu de 1968: un deseo de libertad, de cambio, de ruptura con el pasado. Este espíritu, aunque a menudo malinterpretado o traicionado, siguió resonando en las décadas siguientes. Incluso cuando los movimientos juveniles fueron cooptados por los sistemas que pretendían desafiar, las ideas que surgieron de 1968 – libertad, individualidad y resistencia a la autoridad – siguieron influyendo en el curso de la historia.

En los años posteriores a 1968 muchos de los ideales y aspiraciones del movimiento fueron absorbidos por la corriente dominante. El panorama político cambió y las revoluciones sociales de la época – como el auge del feminismo, el ecologismo y la expansión de los derechos civiles – encontraron su lugar en un mundo cambiante. Sin embargo, la radicalidad que definió al movimiento en 1968 se fue apagando con el tiempo. Los revolucionarios de aquella época ya no hablaban de derrocar el sistema, sino que trabajaban dentro de él para impulsar reformas. La pasión y el idealismo de la juventud fueron sustituidos por el pragmatismo de la edad adulta.

A fin de cuentas, las lecciones de 1968 no son sólo sobre el fracaso de la revolución, sino sobre el modo en que las ideas se asimilan y transforman con el tiempo. Puede que los sueños de cambio radical no se hayan realizado plenamente, pero dejaron una huella indeleble en el mundo. A medida que pasan los años, nos queda reflexionar sobre lo que podría haber sido y sobre el modo en que los ideales de 1968 siguen dando forma al mundo en que vivimos hoy. El espíritu de rebelión y el deseo de cambio que caracterizaron aquel momento de la historia pueden haber sido cooptados, pero no han desaparecido. Sigue vivo en la lucha por un mundo mejor y más justo.

Fuente: https://nouvelledroite.substack.com/p/1968-the-incisive-year

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

Tomislav Sunic

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